Mi hija tiene epilepsia por
Charo Cantera de Frutos
Solo había oído hablar de la epilepsia de pasada, con el tiempo me he dado cuenta que tenía personas a mi alrededor que la padecían, pero siempre me dijeron que la epilepsia se quitaba, que no era nada.
Cuando a mi hija le dio la primera crisis, tenía siete meses, este término, lógicamente nos lo dijeron en el hospital, pero que no nos preocupáramos porque sólo era una convulsión febril que si no se le volvía a repetir no era de importancia, pero que si le volvía a ocurrir con una pequeña medicación se le pasaría.
Nada más lejos de la realidad, las crisis se fueron repitiendo sin que el diagnóstico fuera epilepsia, sólo convulsiones febriles atípicas.
Hasta que mi hija no tuvo dos años no se le diagnosticó su enfermedad era: Epilepsia Mioclónica Severa, palabras que nunca había oído, salvo epilepsia, fue lo único que escuché, me quedé en blanco, más adelante, tuve que buscar en el diccionario que significaba mioclónica, que por supuesto no me dijo nada que pudiera ponerme sobre aviso para lo que se me avecinaba.
Cada vez que le daba una crisis era un verdadero calvario, parecía que se iba a morir, no respiraba y se ponía morada. A los tres años no hablaba casi nada y era tan inquieta que resultaba casi imposible aguantar dos horas seguidas con ella, en la guardería nos decían que la teníamos muy mimada, el resto de la familia que no sabíamos educarla, que no hablaba porque no la obligábamos a pedir las cosas ya que se las dábamos sin pedirlas. Más tarde, en preescolar nadie la quería en su clase y sus compañeros no querían ser sus amigos. En vista de estos problemas, fui a hablar con el equipo docente para que me informaran sobre cómo podíamos ayudar a nuestra hija, obteniendo por respuesta que a nuestra hija no le sucedía nada, que no había que ponerle etiquetas, ya que los niños cambian mucho en poco tiempo, y que teníamos que esperar a EGB a ver que pasaba. En el nuevo colegio su profesor no la quería en clase por lo que cuando podía se la pasaba a la clase de octavo. En el segundo año de colegio, la profesora de apoyo, me comentó que los niños de su clase le decían a mi hija “que se bajase las braguitas si quería que fueran sus amigos” y que ella se las bajaba, pero que no le diera mayor importancia ya que eran cosas de niños.
Por supuesto denuncié al colegio, cambiando a mi hija a un colegio privado carísimo, creyendo que era lo mejor que podíamos ofrecerle. Pero fue mucho peor. A los niños como mi hija, con un coeficiente bajo, les tenían aparte, sin jugar ni compartir nada con el resto, y encima los profesores, la directora y todo el equipo docente nos culpaban a mi marido y a mí de la educación de nuestra hija. Me daba vergüenza ir a buscar a mi hija al colegio, cada día había una queja. Era un verdadero calvario, me sentía derrotada y siempre que hablaba de mi hija me echaba a llorar.
A todo esto el Neurólogo le quitaba importancia a su comportamiento con el tiempo se le pasaría.
A los dos años de estar en el “súper colegio privado” la echaron. El sufrimiento de tener que enfrentarme a la opción de un colegio de educación especial fue terrible, mi única hija, no tenía ni tiene absolutamente ningún rasgo, ni siquiera la mirada, que podamos decir tiene retraso y todos, incluido su Neurólogo, pensaban que tenía que seguir en un colegio normal con apoyo. Durante todo este tiempo a mi hija le seguían dando crisis, las hospitalizaciones eran frecuentes y se le realizaban más pruebas y se les recetaba nuevos fármacos.
Primero los hijos de los amigos, después los amigos y por último la familia, todos se iban apartando. En mi matrimonio empezó a haber serios problemas, pues mi marido me culpaba que a mi hija le dieran crisis, y yo, como tonta, me lo creía.
Mi hija seguía siendo muy inquieta, mejor dicho inaguantable, tiraba todo, se escapaba y la gente de alrededor echándome la culpa de su mala educación. ¿Cómo les podía decir que mi hija tenía retraso, que tomaba una medicación que afectaba a la conducta, que su aspecto físico no correspondía con su edad? Si la primera que no lo sabía era yo. Solo sabía llorar y ni siquiera me atrevía a mirar a la gente de frente. Me avergonzaba porque pensaba que era una mala madre por lo mal que estaba educando a esa hija tan deseada que vino después de diez años de matrimonio.
Todo este panorama cambió cuando por fin pudo ingresar en un colegio de educación especial, que, por cierto, fue todo una odisea, incluso tuve que pedir ayuda a un político famoso, que su nombre no viene al caso, para que pudiera entrar en ese colegio. Pero mi hija cambió, empezó a querer ir al colegio, a hablar de sus compañeros y todos los días se levantaba contenta. Empezó a haber un cambio de conducta.
Ahora, por fin, ya podía llevarla a hacer actividades extraescolares. Primero probé con la natación, un verdadero fracaso, pues casi le cuesta la vida a mi hija. Por más que le dije a sus monitores que tenía que estar cerca de ella ya que le podía dar una crisis no hubo forma de que me dejaran quedarme y pasó lo que era de esperar, casi se ahoga al darle una crisis. Después fue danza, ¿Qué mejor que con los niños con síndrome de Down? Pues también me equivoqué. Los monitores que atendían a este colectivo la discriminaban ya que mi hija seguía y sigue sin tener ningún rasgo que corresponda a ninguna discapacidad, por lo que el trabajo de los monitores no se veía compensado.
En las fiestas de navidad y fin de curso mi hija tampoco podía participar ¡parece tan normal!
Con doce años de edad, mi hija no tenía amigos, ni un grupo que la entendiese. Mi dolor y frustración eran terribles, no le veía salida a esto, pensando que mi hija siempre estaría sola.
Poco a poco he tenido que ir renunciando a la idea de que mi hija pueda leer, pueda prepararse la merienda, pueda ducharse sola… Todo hay que dejarlo en el camino. Más sufrimiento. Más impotencia.
En todos estos años el miedo a las crisis ha ido aumentando progresivamente: ha estado a punto de morir ahogada, se ha roto la nariz dos veces, en la cabeza tiene varias cicatrices con puntos de sutura, se ha roto un dedo de la mano, la muñeca, el peroné… Sin poder dejarla sola ni un minuto, porque todos estos “accidentes” han pasado estando acompañada ¿Qué pasaría si se le dejara sola? Me resulta imposible describir la angustia que se siente, ahora tiene veinte años y el miedo y la angustia siguen ahí. ¡Hay tantos epilépticos que se mueren por un “accidente”! ¡¡¡ Pero nadie lo dice!!!
Por fin, un día de diciembre del año 1999, en el hospital, conocí a una madre que había fundado una asociación de epilepsia en un pueblo de Granada, solo para “niños con Epilepsia Mioclónica Severa, y me di cuenta que eso era lo que tenía que hacer, una asociación para las personas que tienen epilepsia, pero para todas, no solo niños, no solo con un determinado diagnóstico, no quiero la epilepsia con apellidos, no quiero que haya más discriminación. Aunque mi hija tiene un síndrome catastrófico, no quiero quedarme ahí, quiero ir más lejos y ayudar a todas las personas que padecen epilepsia.
Esta exposición en forma de relato, es una parte muy pequeña de los acontecimientos que he vivido con la epilepsia de mi hija, si detallara más tendría que escribir un libro. Bueno, puede ser que algún día lo haga.