El testimonio de un hermano
Es cierto eso de que lo ajeno no nos importa.
Entre millones de enfermedades, por suerte o por desgracia, personalmente me tocó vivir una en concreto. Digo por suerte o por desgracia porque por supuesto mejor sería no vivir en primera persona algo tan desagradable como una enfermedad crónica, pero debo añadir, que seguro las hay peores, y tengo suerte por ello, aunque no lo parezca.
Fui su regalo de cumpleaños, nada esperaba con mas ansias e ilusión que mi nacimiento, nacimos el mismo día, pero con 7 años de diferencia.
Poco fue lo que pudo disfrutar de su hermano aquel niño moreno, de ojos azules.
Nací un cuatro de Junio de no importa el año, y apenas cinco meses después, con 7 años recién cumplidos, y con cinco meses yo, Sergio cayó en un profundo sueño, una tarde cualquiera.
Un sueño disfrazado de normalidad, sólo quería dormir, nada más. No hubo desmayos, no hubo pérdidas de memoria, no, sólo sueño.
Ahí empezó todo.
Ese era el comienzo de una enfermedad que pocos conocían, pero que todos habían oído hablar de ella.
Epilepsia.
Todos hemos oído hablar de ataques epilépticos, e incluso los hemos introducido en alguna frase acompañada de demasiadas horas frente a la videoconsola.
No todos, yo, no.
Desde ese momento todo cambió, con apenas cinco meses se me otorgó involuntariamente otro papel, ahora yo era, el hermano mayor.
No recuerdo la primera vez que le vi una crisis a mi hermano.
Solo recuerdo el saber afrontarla, saber llevarla, saber salir de la situación.
No era el hermano 7 años mayor el que se quedaba a cargo del pequeño, no.
Era el hermano de cinco años el que vigilaba como jugaba su hermano de apenas 12 y el que acudía si algo pasaba, además de dar la voz de alerta a sus papás.
Existen muchos derivados de la epilepsia, y por tanto uno se ven mas afectados en ciertos aspectos que en otros, así, dicha enfermedad no suele mostrar rasgos físicos característicos de la misma.
Pero sí que se manifiesta de otras muchas maneras.
En mi caso, convivo desde siempre con un hermano que a día de hoy puedo describir pero que quizá hace unos años me habría sido imposible.
Al no ser una enfermedad que afecte a todos por igual, y que como todas, tenga muchos derivados y variantes, no existe una medicación fija, por lo que se le añade la dificultad y el hándicap de tener que ir probando y cambiando en vista de los resultados obtenidos, una locura.
Cada medicación era peor que la anterior.
Una frenaba las crisis pero le hacia engordar y dormirse en cualquier parte, otra le volvía hiperactivo y nervioso, otra le provocaba pérdida de la concentración.
A veces era peor el remedio que la enfermedad propiamente dicha.
Era un caos.
Debo añadir, que todo hubiera sido mucho mas fácil, si los niños, por naturaleza, no fuéramos tan crueles.
Él iba al colegio, tenía que estudiar.
Tenía que seguir con el curso.
La lucha con los ineptos del colegio era constante, y no hablo de alumnos.
Con clases de apoyo y compañeros crueles, sacó primaria, y con muchos mas problemas la E.S.O.
Pero la situación era insostenible, y tras terminar de antemano varios cursos por culpa de “compañeros” como los que tuvo, mi padre, dedicado toda su vida a alicatar cuartos de baño y cocinas, decidió llevárselo de peón.
Le gustaba, disfrutaba con ello, la situación se normalizó, aunque la responsabilidad y el peso de la enfermad, recaía desde su 18 cumpleaños en mi padre.
Dieron con una medicación que aunque le daba algo de hiperactividad le normalizó las crisis, pasando de convulsiones largas y peligrosas a simples ausencias y perdidas de audición, descritas por él mismo con una especie de vibración en el oído interno.
Aprendimos a casi controlarlas.
Nos dimos cuenta de que eran crisis ligadas en muchas ocasiones a las emociones.
En el momento en el que se encontraba en máximo apogeo de excitación o felicidad (provocada por ejemplo a raíz de un simple partido de fútbol en la puerta de casa) las crisis aparecían.
Con el tiempo aprendió a sentarse, avisarnos y esperar juntos a que se le pasara.
Ya iba siendo hora.
Debo decir que dejo atrás brechas en la cabeza, caídas inesperadas, y convulsiones fortísimas que mejor no describo, pues en todas estuve presente y en muchas fui yo quien dio la voz de alarma.
Es cierto que todo iba algo mejor, no era el principio, tampoco el final, pero si que avanzábamos.
Pero no era suficiente, él quería salir, quería amigos, quería una vida normal.
Sus amigos de pequeño a día de hoy le saludan, han compartido con él partidos de fútbol, e incluso alguna (muy pocas, poquísimas) salida esporádica a sentarse en un banco a comer pipas, que aunque es simple, a él le bastaba para sonreír y alargar el tema conversación en casa durante al menos tres días.
Fue entonces, cuando descubrimos algo que nos abrió muchas puertas.
Al no ser los únicos que teníamos una situación así en casa, se había creado por mano de una madre coraje, una asociación de epilepsia andaluza, cuya sede se encontraba en Sevilla.
Acudimos.
ÁPICE.
Fue para nosotros lo que para un niño el día de su cumpleaños.
Un lugar donde había mas como él, donde monitores organizarían salidas, campamentos de diez dias donde ellos mismos se pondrían a prueba y se demostrarían a sí mismo hasta donde son capaces de llegar.
Y otorgando a las familias, por supuesto una vía de escape.
Terapias, excursiones, charlas, reuniones… ÁPICE se convertía poco a poco en una gran familia.
Una familia en la que todos, en mayor o menor medida, compartían las misma situación, y donde unos a otros se ayudarían apoyarían y formarían vínculos afectivos que a día de hoy aún perduran.
Si buenos eran los proyectos, mejor aún los resultados.
La cosa se fue ampliando, y echando una mano entre todos, y con mucho esfuerzo, se consiguió un local propio, con una gran cantidad de gente interesada en el voluntariado y con más y más proyectos por cumplir.
Apuesto a que la semana mas esperada del año de cada una de las familias de dicha asociación es en la que se organiza el campamento anual de verano.
Una semana para descansar y casi despreocuparte de la epilepsia sabiendo que tu hijo está en buenas manos.
Yo, personalmente ansiaba esa semana, pues la relación con mi hermano a veces era insostenible.
Ahora, me propongo un reto más, acudir de voluntario. Sí, me apetece.
Me apetece ayudar a que más familias se tomen esa semana libre. Se me antoja echar una mano de manera desinteresada tal y como muchos otros hacen.
Me parece una idea estupenda y cuanto mas lo pienso mas ganas tengo.
Pues es gratificante ver a tantos niños que te necesitan, que necesitan tu sonrisa, que sin conocerte se alegran por verte, que sin hablarte te lo han dicho todo, que te demuestran que las primeras impresiones pueden esconder grandes corazones e inteligencia infinita.
Es gratificante ver la sonrisa de los padres viendo cómo disfrutan, como tienen a alguien que se siente a escucharlos, o que simplemente dibuje con ellos.
Se que debe sentirse eso, por que a mí, se me dibuja una sonrisa cuando antes de que él comience a relatar, una persona se le adelanta y le pregunta, ¿Qué pasa Sergio, Cómo estas?